domingo, 16 de enero de 2011

Permítame, capitán

Hoy retomo un artículo que escribí hace unos pocos años y que sigue gustándome especialmente. Permítaseme la licencia...


Anoche regresaba a casa tras una cena entre amigos. Me acompañaba uno de ellos. Caminábamos, entre calles no demasiado transitadas, cruzándonos de cuando en cuando con adolescentes eufóricos, en algarabía festiva y presuntamente embriagada, coetáneos en témporas de mi contertulio. Enfrascados en Lope de Vega y su grandeza, atravesando madrigales de Cetina, sin dejar de lado a Miguel Hernández, previo paso culterano y conceptista, topamos, cual Sancho sorprendido, un tumulto inesperado y no exento de peligro. Nos vimos envueltos, sin querer, en la afrenta de dos bandas que, entre carreras, acorralaban a uno de sus miembros y, previo golpeo en la cabeza con un casco de motorista, pataleaban al infeliz –tal vez tampoco lo fuera- con esa irracional rabia de quien pretende acabar con su convecino. Ante tal hecho, rodeados por carreras de unos y otros, aceleramos prudentes el paso, tratando de alejarnos de unos hechos que no pintaban bien. Disimulado, acariciaba en mi bolsillo el teléfono móvil sin atreverme a sacarlo, no recibiese lo que no había buscado de ninguna manera: alguna iracunda caricia al constatar un intento de llamada a la autoridad. Cuando al fin dejamos atrás el marasmo apareció, para nuestro alivio, una pareja de policías que, impotentes, corrieron hacia lo que ya era una calle casi vacía. Es curiosa la agilidad de huida que desarrolla el hombre, o determinados hombres, ante los herederos de aquellos alguaciles de nuestro siglo de oro. Es cierto que los susodichos eran latinos. No había citado el hecho huyendo de la tópica presente en torno a quien no es “de los nuestros” (¿y qué querrá decir tal cosa?). No creo que sea trascendente el dato más allá de una probable “irregularidad” de algunos de aquellos corredores de fondo, a juzgar por su huida.


Con el corazón encogido nos fuimos alejando convenidos en que no hay mejor medicina para dolencias sociales como la contemplada que la de la cultura, la del canonizado y mártir libro, denostado por la mediocridad de un ámbito social que sigue viviendo desde hace siglos de aquel pretérito y deleznable: “panem et circenses”… Retomamos animosos la prolijidad y valía lopeveguesca y el gusto que mi adlátere muestra por tal autor pese a que, su última creación poética, un admirable soneto, cobra maneras gongorinas elaboradas con acierto. Así, dejando brotar versos y recordando situaciones sociales y literarias de otrora, arribamos a puerto despidiéndonos con albricias como deseo para el solaz dominical.


Embozado por la madrugada la remembranza del suceso retiñe en mi interior obsesa; -“Mil veces le habrá sucedido a mis lectores, y aún a los que me leen, oír una campana y quedarles una prolongada vibración en los oídos después de haber sonado; les habrá sucedido también viajando durarles gran rato, después de apeados ya del carruaje, la sensación del movimiento y traqueteo producidas por muchas horas de camino” que diría Don Mariano José de Larra en uno de sus artículos decimonónicos-. Y así, teclado en mano, resistiendo el cansancio enmascarado de sueño, derramo esta retahíla mal enhebrada con una pertinaz idea: cuán poco ha cambiado el hombre desde sus inicios nebulosos como homínido en evolución. Parece que el río de la vida sigue pasando con su corriente una y otra vez en su ciclo eterno. Caín y Abel, en definitiva. Violencia como modo de ser y relación. ¿Es ciertamente inevitable? ¿No es capaz el ser humano de huir de sus propios errores? ¿El triunfo de los deterministas muestra una constatación más de laboratorio? Cierro los ojos y dejo volar mi imaginación a una calle de aquel Madrid imperial, centro de la profunda crisis demoledora del esplendor patrio que adorna nuestra historia. Visiono a Don Diego en una algarada callejera envuelta en el honor del sable desenvainado cara a cara, de unos principios firmes y de honra, pese a todo, y a una vida no fácil. Dibujo su rostro a mi manera, que me mira desafiante. Con una leve inclinación de cabeza y un perspicaz toque del ala de su sombrero desaparece, girando sobre sí, en la neblina del ensueño… Medito. Creo que me ha insinuado el Revertiano que ceda a la evidencia, a la vez que se entristece de lo soez de una violencia digna de las cavernas en un mundo cada vez más civilizado. ¿Acaso no lo ha sido siempre, a su manera? Miro en silencio el callejón oscuro, ceñido en barro de lluvia y excrementos. Levanto la cabeza a la oscuridad y... musito: permítame Capitán enrocarme una vez más, no cesar en mi obstinación tenaz, algo utópica, es posible. Permítame negar la historia. Permítame creer que el hombre no es así, que la violencia no tiene la última palabra. E inclinando la cabeza saludo, rozando mi sombrero, mientras camino en sentido contrario con una sonrisa desafiante en los labios.

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