martes, 4 de enero de 2011

¡Estamos salvados!

Hace unos días, tuve la fortuna de ser invitado a uno de esos conciertos de año nuevo que, de gira por diversas ciudades, realizan orquestas de segunda línea. Se trataba, en ésta ocasión, creo recordar, de la orquesta de Marraqués. La ciudad donde se celebró el concierto poco importa, si bien su auditorio, estrenado no hace mucho tiempo, me sorprendió gratamente por su tamaño y calidad acústica. Perdónenme los expertos en materias adláteres al hecho y lugar, pero apenas soy un lego en tales menesteres … Decía que tuve la dicha de ser convidado a un concierto de año nuevo… Y mire usted por donde, contra pronóstico, no pude extasiar mis oídos con Strauss ni con los autores al uso, de la mano de sus inolvidables valses, no. Tras abrir el programa de mano extendido por una preciosa azafata (que da gusto asistir así a conciertos…), me encontré con que, el director de orquesta, español él, había seleccionado un repertorio bien distinto. Lo constituían, en su totalidad, piezas de nuestro género lírico, de nuestra zarzuela, ese género chico tan grande y no siempre bien conocido… por desgracia… Tenor, soprano y orquesta haciendo viva, una vez más a nuestra Marina, a Ana Mari y José Miguel… Intermedios, romanzas, temas inolvidables que pertenecen a nuestro acervo más preciado…

He de decir que disfruté como un chiquillo de aquella hora y media de música de calidad… Un disfrute que se vio envuelto, por otro lado, en una atormentada preocupación: Mirando al auditorio advertí que yo, hombre de mediana edad, me podría contar entre los más jóvenes de los que llenaban la sala… Reconozco que la congoja se instaló en mi seno: ¿dónde están los niños? ¿y los adolescentes? ¿dónde los futuros melómanos y probables músicos de la sociedad venidera? ¿dónde los seres detentadores de una formación cultural que les lleve a navegar con juicio crítico y sensibilidad por las procelosas aguas de la sociedad futura?... No, no crean que voy a entrar en ninguna suerte de melodrama apocalíptico. Quizá, eso sí, en una preocupación mayor, no exenta de certeza. Permítaseme invertir los términos… Apenas dos filas delante de mi localidad, una familia al completo se instaló: abuelos, hijos y “nieta” de muy corta edad (tal vez unos cinco años). La pequeña, como buen representante de su especie, deambulaba inquieta, rápida y viva, de silla en silla: de abuela a madre, de ésta al abuelo, luego al tío y por fin al padre… Ya saben… Pero he aquí el milagro bendito: se apagan las luces, la chiquilla, reclamada por su madre, toma asiento entre sus progenitores, la música suena, la niña mira con ojillos expresivos y soñadores, quieta, hipnotizada por los acordes… el padre, de cuando en cuando, le susurra al oído una breve explicación, o así se me antoja por su actitud… Y así el tiempo que duró el concierto… Aquel ser chiquito, vivaz, se sumergía en las aguas caudalosas y límpidas de nuestra zarzuela, de nuestra cultura… y grandiosamente, disfrutaba…

Ovación agradecida final, previa al bis seguro y esperado… Levanto mis ojos hacia un lateral, madre delante, padre detrás, entre medias dos muchachos en torno a los quince años (uno mayor, otro más joven), sus hijos, aplauden, emocionados ellos, sus padres también… Me maravillo de nuevo. Dos botelloneros potenciales, ninis por condena social (tópicos malsanos con que seguimos etiquetando a nuestra prole infanto-juvenil) se emocionan en un concierto “clásico”, tan lejano de los de grupos y solistas al uso del consumo… Ahí están centrando sus ojos en la orquesta puesta en pie, aplauden al concertino de modo especial… ¡Dios mío! Saben cuál es su papel en la orquesta y su mérito en el concierto escuchado… Bis. Silencio y dos temas emocionantes. Final. Ovación. Los muchachos se ponen en pie (tal vez fruto de su ardiente sangre adolescente), sus padres permanecen sentados. La madre deja de aplaudir de modo convencional, a cambio golpea rítmicamente su mano derecha sobre el balaustre que cierra su zona, sus dos retoños acomodan su gesto al de su progenitora… Sin duda son violinistas, estudiantes de violín… Repiten ese gesto tan hermoso que vemos en las orquestas cuando se aplauden quedamente… Aplaudo a rabiar, lo juro, un bravo escapa inconsciente de mi boca, y las lágrimas pugnan por salir de mis ojos… No aplaudo a la orquesta, ni al tenor ni a la soprano, ni siquiera al meritorio concertino, ni al voluntarioso y acertado director, no… Aplaudo a esos padres que enseñan a sus hijos, que los guían de la mano, por las sendas de la sensibilidad, de la música, de la cultura, del juicio crítico, de… Aplaudo, grito y me emociono porque aún hay gente que, silenciosamente, opta por construir el mañana filtrando gotas de pureza y oportunidad en las vidas de sus hijos… Espero, Dios lo quiera, que alguien me convide dentro de unos veinte años, quizá menos, a un concierto, y pueda ver a esos niños –ya padres- aplaudiendo junto a sus hijos, o tal vez interpretando sobre el escenario… ¡Bravo! ¡Estamos salvados!…

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