Perdóneme ustedes, amigos
lectores, pero el alma, en estos días, esté donde esté, escapa a mi tierra,
atravesando espacio y tiempo. Les invito a recorrer conmigo calles y plazas y
quién sabe si alguno de ustedes quiera tener, después, la dicha de revivir lo
leído aquí en la realidad más plena, aunque ya habrá de ser el año que viene…
Déjenme ir hacia el llano,
hacerme llano que comienza a germinar, lentamente, la futura espiga. Llano que
ansía horizonte, que muta en horizonte siempre más allá… Déjenme hacerme pinar
y labrantío desde la fría noche y madrugada al día que ya, primaveral, va
alargando su luz y temperatura entre flores de almendro. Déjenme aderezarme de
esa austeridad, cálida en lo profundo del hogar para quien entra de veras, pero
fría, señera, en su superficie de seriedad y sentido auténtico… Déjenme
recorrer la plaza mayor que ya luce crespones negros sobre sus soportales de
castellanía. La acera de San Francisco aguarda ya, muda, lo que habrá de venir
el viernes santo… Acompáñenme por platerías hasta la Iglesia de la Cruz, luego
iremos a las Angustias y después a la Iglesia de Jesús y a San Benito, y a
Santiago, y a la Antigua, y a… A las
rúas todas, a las plazas y rinconadas… ¿Me siguen?...
Allá a lo lejos, ya caído el día,
exangüe, en sus coletazos de luz, se oyen las cornetas y un redoble acompasado
de tambor. Me acerco deprisa hacia el sonido aunque, curiosamente, mi misma
prisa parece ralentizarse. Una procesión pasa. Los cofrades, hachón en mano,
portan con él su luminaria pequeña, necesaria, imprescindible, imperecedera en
su mismo ser efímero. Fila disciplinada a ambos lados de la calzada. La gente
calla vuelta misteriosamente hacia adentro, expresando toda la emoción en la
mirada que acaricia, de pronto, cuanto contempla. La ciudad se hace silencio.
El cielo, ya negro, cúpula inmensa del templo mismo en que se transforma la
urbe toda. La prisa se hace calma. El ruido, silencio. Las miradas huidizas,
firmes y profundas miradas. Redoblan los tambores, las cornetas rasgan el velo
de la noche misma. Los cofrades, avanzan… Cristo en cruz, sobre un paso avanza.
Avanza… Todos lo contemplan sin poder apartar la mirada. Una mujer llora. Un
niño pregunta a su padre que lo sostiene, en voz baja…Todos miran, miramos. Todos
callan… El cristo avanza, su espalda muestra, pegada a la cruz y con él se
lleva las miradas –tal vez del corazón-… Nuevos cofrades tras su guía, su
estandarte de cofradía cuyas borlas sostienen dos pequeños cofrades… Avanza la
noche, avanzan los capuchones con sus hachones y su silencio y también con sus
miradas bajo el capuz. Nuevos tambores, nuevas cornetas y la Virgen sobre su
paso, su dolor derrama mientras se acerca quedamente… La noche compungida casi
no respira, hecha madre con la madre, hecha dolor, hecha acogida austera
castellana… El corazón encogido contempla. Solo el viento, en una leve caricia,
susurra una oración indescifrable… A pie de acera los niños, sentados, miran a
la Señora, sobre el cielo negro recortada… De pronto me veo a mi mismo, hecho
niño, sentado sobre el bordillo, veo a mis padres y abuelos, a tantas
generaciones anteriores que, sentados a pie de acera, contemplaron en silencio
en una congoja reverente, serena, de profundidad inexplicable… Tantos
vallisoletanos que vivieron la semana santa de una misma forma desde hace
tantos años, tantos siglos…
Y transformado en cofrade, bajo mi capuchón negro, miro a la Virgen de la Vera Cruz junto a la que estoy… Al comenzar a caminar de nuevo veo a un lado, sonriendo con profundidad y satisfacción a D. Gregorio Fernández que hablando con D. Juan de Juni no acaban de creerse lo que contemplan: Esos santos de palo salidos de sus gubias y su trabajo, esos pinos que fueron transformados día a día en una Virgen, en un Cristo, en todo un conjunto escultórico… “¿Dónde me viste que tan bien me retrataste?” dice la leyenda que preguntó Cristo atado a la columna a D. Gregorio cuando lo terminó, y éste humilde contestó: “En mi corazón, Señor, en mi corazón”…
La procesión se aleja. La gente,
en grupos pequeños, se dispersa hablando en voz más baja de lo habitual.
Algunos guardan silencio. Otros, aún miran hacia atrás o acompañan la procesión
detrás de la misma… Retumban los tambores, rasgan la noche las cornetas… La
ciudad toda se hace silencio y templo y llanura y cofrade, lo sea o sin serlo…
Porque en su esencia castellana, con su cicatriz acuosa que es el Pisuerga,
guarda en sí la hondura inexplicable de emociones que se desatan año tras año,
tan puntuales como la primavera, en su Semana Santa… Así es Valladolid, así es
mi tierra, así una de sus semanas grandes que enamora el alma…
Hoy es viernes santo, dentro de
unas pocas horas saldrá la Procesión de la Sagrada Pasión de Nuestro Redentor,
nuestra “Procesión General” con sus diecinueve cofradías y treinta y dos pasos.
Un inmenso espectáculo que no deja indiferente a nadie. Toda una vivencia de
calado indescriptible con palabras para quien la vive como cofrade o como
espectador… Les reto a vivirla, al menos
una vez en la vida… Mientras, déjenme hacerme llano con el llano, noche con la
cúpula estrellada que nos alberga, balcón abierto con las balconadas de calles
y plazas, templo, en definitiva, natural… Déjenme que guarde silencio mientras
oigo a lo lejos acercarse cornetas y tambores, e intuir a la Cofradía de la
Sagrada cena que ya avanza… ¿Me siguen?...