Hoy un tocayo mio, hombre
inteligente y sensible, sacaba a colación la reciente noticia del fallecimiento
de una anciana y su hija disminuidas psíquica y ciega. Al parecer la anciana
murió de un infarto y su hija, incapaz de valerse, murió posteriormente por
falta de atención. ¡Terrible! ¿No creen? Al parecer fueron los vecinos los que
alertaron del mal olor que emanaba la vivienda contigua. El olor, que no la
ausencia del convecino… Mi buen tocayo alegaba, con acierto, nuestro mirar sin
mirar; nuestro encerrarnos en nuestro mundo y nuestras cosas hasta el punto de
no darnos cuenta de quién está a nuestro lado o si está o no está… Es, decía,
como los mendigos. Los hemos convertido en parte del mobiliario urbano como a
las papeleras o los bancos. Simplemente están ahí. Forma parte de un paisaje
que vemos pero al que no miramos. ¿Sabemos acaso de sus vidas? ¿De sus
dificultades? ¿De sus experiencias? ¿Lo sabemos de nuestro vecino? ¿De nuestro
compañero de trabajo? ¿De…? ¡Cuánto aislamiento y soledad! Sí. En la
conversación salía la soledad de tanta gente. De tantos ancianos. De tantas
personas con dificultades... Ahora bien, no sé si estarán de acuerdo conmigo,
pero me temo que la soledad alcanza cada vez más a personas de amplias
relaciones o de relaciones normalizadas. Y es que la soledad la construimos con
el no mirar o con el mirar para otro lado o con el mirar a medias, como
prefieran. Entonces sólo nos quedará el aviso cuando nos de el tufillo. El mal
tufillo que presagia lo que nadie se explica pero que todos creamos juntos. ¡Ay
si nos empeñásemos en mirar! ¡Si humanizásemos la mirada! Entonces, tal vez,
las cosas serían distintas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario