martes, 13 de noviembre de 2012

La escalera de caracol



Prisa. Agobio. Largos días de no parar. Cansancio. Rutina…

Caminaba aquel buen hombre o mujer, según quieran leerlo ustedes, un poco cansado… Al fin de su jornada entró a su casa como todos los días. Encendió la luz. Dejó las llaves. Se quitó los incómodos zapatos. Avanzó por el pasillo murmurando lo bien que le vendrían unas vacaciones. Se sentó en el sofá y mecánicamente encendió la televisión. En la pantalla apareció un extraño mensaje: “Busca la escalera de caracol. Está en tu propia casa. Luego, atrévete a bajar…” Intentó cambiar de canal pero el mando no funcionaba. Se levantó, comenzando a enfadarse, y apretó el botón del televisor, pero no se apagó. Fue a tirar del cable, completamente enfurecido, pero el aparato ¡No estaba enchufado! Su enfado derivó en una sorpresa desconcertante. Incrédulo y completamente descolocado salió del salón. Entró en el pasillo. Su propio pasillo. El de toda la vida. Tan conocido… Y entonces apareció: Una puerta en la que nunca había reparado. Una puerta singular y atrayente… Sin terminar de creerlo la acarició para cerciorarse de que era real. Sin pensarlo agarró el pomo y lo giró. Por la abertura entró una mezcla de aire fresco, lleno de aromas, y aire cargado… No parecía muy lógico pero era así. Se asomó dando un paso al frente y descubrió, con asombro, que estaba en lo más alto de una escalera de caracol. Estaba oscura. Se veía su principio pero no su final. Tuvo miedo pero un irracional impulso le llevó a comenzar a descender… A medida que lo hacía aquella oscuridad espesa y sólida se iba clarificando de modo misterioso iluminando cada escalón… Al llegar al último se topó con una recia puerta de madera labrada que parecía pesar más de lo que un hombre pudiera conseguir mover. La tocó suavemente. Los dibujos parecían trazar formas y episodios conocidos. Su miedo se agudizó y, en un impulso, se dio la vuelta y subió el primer escalón. Una voz suave le detuvo: “No huyas. Confía y entra”. La voz le resultó muy familiar tanto que la reconoció como su propia voz. Pero, él no había hablado ¿O sí?... Se acercó de nuevo a la puerta, buscó un pomo, una manilla, pero no había nada. Entonces volvió a oír aquella voz suave, venida de ninguna parte exterior: “No seas tonto. Empuja con suavidad”. Así lo hizo y apareció ante sí todo un hermoso jardín lleno de flores, frutos y aromas sin par. Boquiabierto dio un paso al frente. Se dejó bañar por el sol deslumbrante de la mañana, por el aroma a los cientos de flores llenas de colorido, por la brisa que lo envolvía juguetona. Se sintió bien, muy bien. Impulsado por sus pies se dejó llevar por aquel jardín inmenso, insospechado… Disfrutaba del agua del arroyo, del puente de piedra, de los árboles y las flores. Y mientras, como emanadas de la propia naturaleza que le rodeaba, iba encontrando claves que daban sentido a todo aquello que había dejado en lo alto de su escalera; en su piso; en su trabajo; en su prisa; en su rutina; en su cansancio… Era como entrar en la esencia…

Al cruzar un viejo puentecillo de madera carcomida descubrió un rincón más oscuro, casi abandonado. Había un viejo templete con gárgolas monstruosas y fantasmagóricas. La maleza crecía descontrolada y estaba casi seca, como si quisiera ocultar algo al paseante. Aquello le daba miedo. Tenía la sensación de querer evitarlo, de huir, pero estaba allí, en medio, atravesándolo, contemplándolo, palpándolo… No. No era atrayente pero era parte de aquel jardín, de su riqueza…

Lentamente, tras recorrer minuciosamente también aquellos rincones oscuros cruzó un riachuelo sobre unas piedras colocadas para ello. Era la única entrada y salida, o, al menos, lo parecía… Al levantar la cabeza tras pisar el tramo difícil de piedras alcanzó a ver una vasta extensión, casi sin límite, de verdor y hermosura salvajes. Las pinceladas de color de las flores silvestres le daban un aspecto deseable. Se notaba que nadie había transitado por allí y éso lo hacía más apetecible. Sonrió entonces y, algo cansado, se dijo: “Volveré a explorar todo ésto pero ahora es mejor que regrese a casa”. Así lo hizo,  regresó por el camino que había traído y que le pareció nuevo pese a todo. Mientras caminaba se dio cuenta de que todo aquel mundo no estaba habitado. Sólo estaba él. El resto era naturaleza, sonidos, silencio, profundidad… Su presencia se acrecentaba de modo extraño y quizá podía intuir otra presencia más grande que no acababa de determinar pero que allí estaba, cerca, muy cerca…

El tramo final de su camino hacia la puerta estaba lleno de árboles. Apenas había reparado en ellos. Al fijarse ahora se dio cuenta de algo que hizo que su corazón saltase. Cada uno de aquellos árboles del bosque le traía un recuerdo cercano y sólido de personas concretas, de situaciones concretas, de sentimientos ya vividos… Se fue acercando a varios de ellos. A unos los abrazó. Junto a otros se sentó. Con unos lloró. Con otros río hasta la extenuación… Y así, sin apenas darse cuenta, llegó hasta la puerta abierta. Tenía ante sí la escalera de caracol que ascendía en la oscuridad. Se giró por un momento hacia el jardín en el que ya anochecía. Sonrío y se dijo: “Ahora que sé que estás aquí creo debo venir con frecuencia”. Y dando un paso al frente cerró la puerta con un leve empujón. Ascendió despacio por la escalera. Salió al pasillo y cerró con mucho cuidado. Todo estaba como antes pero es como si no fuese igual…

Miró entonces el viejo reloj de la abuela. Luego, sorprendido, miró inmediatamente su propio reloj de pulsera. Sólo habían pasado unos pocos minutos desde que había llegado a casa. Y se dijo: “¡Esto es una locura!” Sonriendo se fue a la cocina. Se hizo su plato favorito que degustó con deleite. Hizo un par de llamadas a dos buenos amigos, con uno de los cuales llevaba tiempo sin hablarse. Se preparó una buena taza de su infusión preferida. Se sentó en el salón y se puso a leer -bajo la lámpara que casi nunca encendía- ese libro que llevaba meses o quizá un par de años esperando a ser leído…

Esa noche durmió bien y al sonar el despertador notó que sonreía aún medio dormido y que se dejaba acariciar por el sol del amanecer que entraba ya por su ventana…

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