jueves, 29 de noviembre de 2012

Bonito

Estos últimos post que les sugiero van de vídeos, ya saben del lat. vidĕo, yo veo. ¡Hay que ver!.. ¡Y mirar!... Con los ojos del corazón. Recuerdan el Principito: "No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos". Pues vean, vean y dense cuanta de lo realmente bonito que es y puede llegar a ser todo pese a tantas cosas... 



Y ¡Bravo! por el buen trabajo de esta escuela y su gente que nos enseñan a mirar...

miércoles, 28 de noviembre de 2012

Seguiremos



¿Quieren emocionarse? Ahí les dejo una buena oportunidad para hacerlo… Precioso motivo para la lucha, para la esperanza, para la alegría incluso en lo más difícil y a veces incomprensible… De cuántas cosas nos quejamos innecesariamente a diario… Cuánto hay que luchar y cuánto merece la pena… Cuánto tenemos que cambiar de mirada cada día… Por ellos, por Paula que propuso ésto con sus 12 años, por San Juan de Dios y su magnífica labor: ¡Bravo!... Ahí se lo dejo…


miércoles, 21 de noviembre de 2012

Usted y también Miliki



Recientemente alguien me preguntaba por qué en este blog siempre utilizo la fórmula de tratamiento formal “ustedes” para referirme a los lectores. Mi interlocutor aducía que tal hecho provoca alejamiento y que tal vez sería deseable, dado la época en la que estamos, acercar los textos lo más posible al receptor con unas formas ligeras, cómodas y atrayentes. Es muy probable que mi amigo, movido por el cariño que profesan los más cercanos, acierte en su enfoque si bien, permítaseme, me reservo el derecho a la réplica… Aduje en ése momento -y ahora reitero- lo que me sustenta en tales formas “escrituriles”: Creo firmemente en la bondad de la formalidad, del trato de respeto que no tiene por qué suponer lejanía, sino reconocimiento explícito de la dignidad del otro, de su ser merecedor de un respeto infinito, sea quien fuere. Creo que tal hecho ya merece el buen uso del usted. Mi segundo argumento versó y versa sobre la necesidad de mantener unas formas de educación que, por desgracia, estamos perdiendo en pos de no sé qué pautas sociales. No se trata de anhelar tiempos pasados que ni siquiera conocí, sino de asegurar que las formas adecuadas, que nos llenan de respeto a y por todos, continúen vivas de algún modo. Así que, con la venia de mis lectores y de mi buen amigo, seguiré empeñado en desgajar estas líneas escritas “al alimón” con el envoltorio del ustedes, simplemente porque ustedes se lo merecen; porque todos, como sociedad, nos lo merecemos…

Y puestos a rematar la faena de este texto escrito hace algunos días, aduciré algo más desde un homenaje sincero a nuestro querido payaso Miliki, que tanto llenó de alegría nuestra infancia y aún nuestra adultez –nunca dejamos de ser, en el fondo, el niño que un día fuimos-… Pues nuestro querido Miliki con Gabi y Fofó y Fofito, nos enseñaron aquello del: “¡Hola Don Pepito!”, “¡Hola Don José!”, “¿Pasó usted por mi casa?” “Por su casa yo pasé”…  ¿No les parece interesante y cuanto menos curioso?... Pues ahí les dejo, sin olvidarme de gritar, aunque sea como despedida: “¡¿Cómo están ustedes…?!”…


Va por ti Miliki –siempre te/os recordaremos agradecidos y felices-. Va por vosotros, nuestros payasos de la infancia. Va por nosotros, todos y cada uno... Y, está claro, va por ustedes, porque, como decía al final del texto original: “porque ustedes se lo merecen; porque todos, como sociedad, nos lo merecemos…” Si hasta nos lo enseñaron los payasos de la tele… Claro, que eran unos simples payasos…(Pero -ssssssh- el niño que aún somos les hacía caso; lástima que muchos niños les hayan olvidado...)


miércoles, 14 de noviembre de 2012

El bosque aquel…



Érase un bosque como todos los bosques del mundo. Como todos los bosques de los cuentos… Habitaban en él todo tipo de especies de animales que vivían en paz y armonía. 

En el centro del bosque había una bella laguna en la que vivían los peces. Un día comenzaron a murmurar, comentando entre sí, que no había mejor especie que la suya. Sin duda su visión de la vida y su hábitat eran los mejores y decidieron que todos los demás animales deberían ser como ellos. Primero trataron de persuadir a algunos y lo consiguieron: Un zorro se sumergió convencido de probar aquella maravilla y vía única animal, ahogándose a los pocos minutos. Un pajarillo hizo lo propio agitando sus alas bajo el agua. Logró salir a la superficie pero su plumaje mojado le impidió salir volando por lo que acabó ahogándose también. Viendo los peces que ya nadie quería aceptar su propuesta comenzaron a arrastrar por la fuerza a los que se acercaban al agua. El resultado: múltiples animales ahogados. 

Los pájaros  pronto hicieron lo mismo. Convencieron a un ciervo de intentar subir a los árboles. De un gran salto alcanzó las ramas más bajas pero la fragilidad de las mismas hizo que cayese de espaldas y muriese del golpe. Luego convencieron a un conejo al que elevaron entre todos hasta las ramas más altas. El buen conejo se lanzó esperando volar pero, como era de esperar, se estrelló contra el suelo…

Aquel extraño virus por la preeminencia en el bosque se extendió a todas las especies de modo que unos y otros se cerraban en  sus grupos y usaban la violencia para ganar adeptos. Las discusiones y algaradas entre especies crecieron de modo desmesurado. No se trataba de cazar para comer sino de ir a por todo aquel que no reconociese la especie de turno como la mejor…

Al final el lago se pudrió, lleno de cadáveres, provocando la muerte de la mayoría de los peces. Los pájaros que sobrevivieron tuvieron que emigrar en busca de comida. Los grandes depredadores fueron sucumbiendo ante la falta de carne… Y aquel hermoso bosque se destruyó por completo quedando convertido en una especie de desierto. Tan sólo sobrevivieron, por un tiempo, las especies carroñeras,  pero incluso éstas acabaron por sucumbir…

Claro, que es un cuento. Nada más que un cuento. Y estas cosas no pasan en la realidad ni a gran ni a pequeña escala. Ni a nivel grupal ni individual ¿Verdad?...

martes, 13 de noviembre de 2012

La escalera de caracol



Prisa. Agobio. Largos días de no parar. Cansancio. Rutina…

Caminaba aquel buen hombre o mujer, según quieran leerlo ustedes, un poco cansado… Al fin de su jornada entró a su casa como todos los días. Encendió la luz. Dejó las llaves. Se quitó los incómodos zapatos. Avanzó por el pasillo murmurando lo bien que le vendrían unas vacaciones. Se sentó en el sofá y mecánicamente encendió la televisión. En la pantalla apareció un extraño mensaje: “Busca la escalera de caracol. Está en tu propia casa. Luego, atrévete a bajar…” Intentó cambiar de canal pero el mando no funcionaba. Se levantó, comenzando a enfadarse, y apretó el botón del televisor, pero no se apagó. Fue a tirar del cable, completamente enfurecido, pero el aparato ¡No estaba enchufado! Su enfado derivó en una sorpresa desconcertante. Incrédulo y completamente descolocado salió del salón. Entró en el pasillo. Su propio pasillo. El de toda la vida. Tan conocido… Y entonces apareció: Una puerta en la que nunca había reparado. Una puerta singular y atrayente… Sin terminar de creerlo la acarició para cerciorarse de que era real. Sin pensarlo agarró el pomo y lo giró. Por la abertura entró una mezcla de aire fresco, lleno de aromas, y aire cargado… No parecía muy lógico pero era así. Se asomó dando un paso al frente y descubrió, con asombro, que estaba en lo más alto de una escalera de caracol. Estaba oscura. Se veía su principio pero no su final. Tuvo miedo pero un irracional impulso le llevó a comenzar a descender… A medida que lo hacía aquella oscuridad espesa y sólida se iba clarificando de modo misterioso iluminando cada escalón… Al llegar al último se topó con una recia puerta de madera labrada que parecía pesar más de lo que un hombre pudiera conseguir mover. La tocó suavemente. Los dibujos parecían trazar formas y episodios conocidos. Su miedo se agudizó y, en un impulso, se dio la vuelta y subió el primer escalón. Una voz suave le detuvo: “No huyas. Confía y entra”. La voz le resultó muy familiar tanto que la reconoció como su propia voz. Pero, él no había hablado ¿O sí?... Se acercó de nuevo a la puerta, buscó un pomo, una manilla, pero no había nada. Entonces volvió a oír aquella voz suave, venida de ninguna parte exterior: “No seas tonto. Empuja con suavidad”. Así lo hizo y apareció ante sí todo un hermoso jardín lleno de flores, frutos y aromas sin par. Boquiabierto dio un paso al frente. Se dejó bañar por el sol deslumbrante de la mañana, por el aroma a los cientos de flores llenas de colorido, por la brisa que lo envolvía juguetona. Se sintió bien, muy bien. Impulsado por sus pies se dejó llevar por aquel jardín inmenso, insospechado… Disfrutaba del agua del arroyo, del puente de piedra, de los árboles y las flores. Y mientras, como emanadas de la propia naturaleza que le rodeaba, iba encontrando claves que daban sentido a todo aquello que había dejado en lo alto de su escalera; en su piso; en su trabajo; en su prisa; en su rutina; en su cansancio… Era como entrar en la esencia…

Al cruzar un viejo puentecillo de madera carcomida descubrió un rincón más oscuro, casi abandonado. Había un viejo templete con gárgolas monstruosas y fantasmagóricas. La maleza crecía descontrolada y estaba casi seca, como si quisiera ocultar algo al paseante. Aquello le daba miedo. Tenía la sensación de querer evitarlo, de huir, pero estaba allí, en medio, atravesándolo, contemplándolo, palpándolo… No. No era atrayente pero era parte de aquel jardín, de su riqueza…

Lentamente, tras recorrer minuciosamente también aquellos rincones oscuros cruzó un riachuelo sobre unas piedras colocadas para ello. Era la única entrada y salida, o, al menos, lo parecía… Al levantar la cabeza tras pisar el tramo difícil de piedras alcanzó a ver una vasta extensión, casi sin límite, de verdor y hermosura salvajes. Las pinceladas de color de las flores silvestres le daban un aspecto deseable. Se notaba que nadie había transitado por allí y éso lo hacía más apetecible. Sonrió entonces y, algo cansado, se dijo: “Volveré a explorar todo ésto pero ahora es mejor que regrese a casa”. Así lo hizo,  regresó por el camino que había traído y que le pareció nuevo pese a todo. Mientras caminaba se dio cuenta de que todo aquel mundo no estaba habitado. Sólo estaba él. El resto era naturaleza, sonidos, silencio, profundidad… Su presencia se acrecentaba de modo extraño y quizá podía intuir otra presencia más grande que no acababa de determinar pero que allí estaba, cerca, muy cerca…

El tramo final de su camino hacia la puerta estaba lleno de árboles. Apenas había reparado en ellos. Al fijarse ahora se dio cuenta de algo que hizo que su corazón saltase. Cada uno de aquellos árboles del bosque le traía un recuerdo cercano y sólido de personas concretas, de situaciones concretas, de sentimientos ya vividos… Se fue acercando a varios de ellos. A unos los abrazó. Junto a otros se sentó. Con unos lloró. Con otros río hasta la extenuación… Y así, sin apenas darse cuenta, llegó hasta la puerta abierta. Tenía ante sí la escalera de caracol que ascendía en la oscuridad. Se giró por un momento hacia el jardín en el que ya anochecía. Sonrío y se dijo: “Ahora que sé que estás aquí creo debo venir con frecuencia”. Y dando un paso al frente cerró la puerta con un leve empujón. Ascendió despacio por la escalera. Salió al pasillo y cerró con mucho cuidado. Todo estaba como antes pero es como si no fuese igual…

Miró entonces el viejo reloj de la abuela. Luego, sorprendido, miró inmediatamente su propio reloj de pulsera. Sólo habían pasado unos pocos minutos desde que había llegado a casa. Y se dijo: “¡Esto es una locura!” Sonriendo se fue a la cocina. Se hizo su plato favorito que degustó con deleite. Hizo un par de llamadas a dos buenos amigos, con uno de los cuales llevaba tiempo sin hablarse. Se preparó una buena taza de su infusión preferida. Se sentó en el salón y se puso a leer -bajo la lámpara que casi nunca encendía- ese libro que llevaba meses o quizá un par de años esperando a ser leído…

Esa noche durmió bien y al sonar el despertador notó que sonreía aún medio dormido y que se dejaba acariciar por el sol del amanecer que entraba ya por su ventana…

lunes, 12 de noviembre de 2012

Mirar de veras



Hoy un tocayo mio, hombre inteligente y sensible, sacaba a colación la reciente noticia del fallecimiento de una anciana y su hija disminuidas psíquica y ciega. Al parecer la anciana murió de un infarto y su hija, incapaz de valerse, murió posteriormente por falta de atención. ¡Terrible! ¿No creen? Al parecer fueron los vecinos los que alertaron del mal olor que emanaba la vivienda contigua. El olor, que no la ausencia del convecino… Mi buen tocayo alegaba, con acierto, nuestro mirar sin mirar; nuestro encerrarnos en nuestro mundo y nuestras cosas hasta el punto de no darnos cuenta de quién está a nuestro lado o si está o no está… Es, decía, como los mendigos. Los hemos convertido en parte del mobiliario urbano como a las papeleras o los bancos. Simplemente están ahí. Forma parte de un paisaje que vemos pero al que no miramos. ¿Sabemos acaso de sus vidas? ¿De sus dificultades? ¿De sus experiencias? ¿Lo sabemos de nuestro vecino? ¿De nuestro compañero de trabajo? ¿De…? ¡Cuánto aislamiento y soledad! Sí. En la conversación salía la soledad de tanta gente. De tantos ancianos. De tantas personas con dificultades... Ahora bien, no sé si estarán de acuerdo conmigo, pero me temo que la soledad alcanza cada vez más a personas de amplias relaciones o de relaciones normalizadas. Y es que la soledad la construimos con el no mirar o con el mirar para otro lado o con el mirar a medias, como prefieran. Entonces sólo nos quedará el aviso cuando nos de el tufillo. El mal tufillo que presagia lo que nadie se explica pero que todos creamos juntos. ¡Ay si nos empeñásemos en mirar! ¡Si humanizásemos la mirada! Entonces, tal vez, las cosas serían distintas…